Saturday, September 26, 2015

Carta a mis hijos

Estos días hemos visto un cruce de “cartas” dirigidas a los catalanes (Felipe Gonzalez) o a los españoles (Artur Mas) que invitaban a recuperar el estilo epistolar de comunicación.
La coincidencia de la encrucijada histórica de Cataluña y un pequeño tropezón de salud, de esos que ayudan a concienciarse de la fugacidad del tiempo, me lleva este fin de semana a dirigiros este texto que, muy probablemente escribo más para mi que para vosotros. Igual bastaba con un “WhatsApp”, pero ya os he oído decir más de una vez que tengo una tendencia a convertir cualquier conversación en una ponencia. O sea que paciencia.

Parte del motivo es reconocer la responsabilidad asumida de que lo que pueda ser vuestra relación con Cataluña arranca de la decisión de traeros a Tarragona en 1984 cuando ya vuestra infancia estaba encarrilada. La decisión tenía dos bases principales como constantes: los orígenes familiares de vuestra madre y míos y la oportunidad profesional. La oportunidad profesional había condicionado los diferentes cambios de residencia desde que constituimos la familia. Tal es la historia de muchas familias y, retrospectivamente no estoy seguro de que sea justo; los hombres llevan sus familias donde su ocupación les conduce, dándole al resto de la familia, notablemente al otro miembro de la pareja, nada más que la oportunidad de adaptarse.

Cuando se pone en marcha el actual proceso político en Cataluña surgen las continuas referencias a la “nación” y se argumenta sobre el origen de la población según dónde haya nacido como condicionante de nacionalidad. Cada uno de vosotros es un ejemplo de la futilidad del lugar de nacimiento: uno no nace, lo nacen. Por eso puede haber dificultades cuando uno tiene que decir “de dónde es”.

Yo mismo ha pasado por esa experiencia. Como sabéis, mis padres fueron unos novios de guerra, con lo que tiene eso de situación inestable. Mi padre nacido en Zamora pero criado en Valladolid, de dónde era su padre, se casó con mi madre extremeña con un abuelo inglés. Aunque mi padre se instaló en Zamora con un puesto de trabajo estable y con unas relaciones sociales firmes, cuando yo tenía tres años decidió cruzar toda la península y venirse a Tarragona a un puesto de trabajo similar y por razones varias que nunca he aclarado del todo. Entiendo que no fue tanto que se viniese a Tarragona, donde no había estado jamás, sino que “se fue” de Zamora donde, muy probablemente, sus relaciones sociales y sus perspectivas de futuro no eran tan favorables como cualquiera pudiese pensar.

A todos los efectos, y haciendo abstracción de hecho de mi nacimiento y esos tres primeros años de mi vida, yo “era” y soy de Tarragona. Como la situación política postbélica era la que era, yo no entendía que fuese “catalán”. Para mi entorno yo era “castellano”, aunque poco después, para mi familia extremeña y castellana éramos “los catalanes”.

Ahora es algo difícil recordarlo para mucha gente, pero en los años 40 la población de Tarragona era catalana y hablaba mayoritariamente catalán. Aunque el castellano fuese la lengua impuesta, oficial y en la que se producían todas las transacciones oficiales, la enseñanza, los medios de comunicación—a la sazón sólo prensa y radio—o los rituales, la gente entre ellos hablaban catalán. La reconocida represión de la lengua autóctona no empezó a tener efecto hasta la década siguiente. Mi padre aprendió catalán en poco tiempo, ciertamente un catalán muy degradado, porque así era el de la época, lleno de españolismos. Y yo aprendí a jugar en catalán. Sólo en catalán porque entre mis amiguetes no se hablaba otra cosa. Nunca supe lo que eran “canicas” hasta que lo leí en alguna novela de mayor, ni como se decía “mismus”, ese juego de saltar a caballo sobre uno agachado en español. Para cuando fui a vivir un invierno a casa de mis abuelos en Mérida, en 1955-56, ya era mayor para jugar en la calle.

Cierto que no hablaba catalán habitualmente pero formaba parte de mi cultura. Cuando fuí a estudiar a Barcelona, nada más llegar al colegio mayor—la Residencia de Estudiantes de la Diputación de Barcelona—el conserje me encaminó hacia la sala de juegos donde estaba el bar. Era la hora del café y allí ejercía su ministerio el director, el catedrático de Filología Catalana, Dr. Marsà. Rodeado de colegiales iba preguntando a cada uno quien y de dónde era. A mi se dirigió, en catalán, preguntando “¿Cuándo ha venido usted?”. Yo respondí con una sola palabra: “Enguany”. Enseguida pontificó: “Vosté és de Tarragona, oi?”. Con el Dr. Marsà aprendí a leer—no exactamente a escribir—catalán en unos cursos que se hacía en la residencia.

Puedo hacer un salto en el tiempo de 15 años realmente cruciales de completar la carrera y la especialidad, irnos a América y luego al País Vasco, pero para cuando llegamos a Ibiza ya fue un reencuentro con la lengua catalana—eivissenc—de uso común. Para entonces resultó ser una continuidad, fomentada al asociarme al Institut d'Estudis Eivissencs. Para 1979 ya formaba parte del Concili de Pediatres de Llengua Catalana, que acogía pediatras del Principado, Les Illes, el País Valencià, Andorra, el Rosellón y hasta un representante de l'Alguer.

En el regreso a Tarragona intervino, en primer lugar, la disponibilidad de la plaza de Jefe de Servicio que había quedado vacante tres años antes por la jubilación de mi padre. En segundo lugar la proximidad a centros universitarios donde poder daros una carrera, cosa que desde Ibiza hubiese resultado casi imposible de afrontar económicamente. Y algo más distante el proyecto de sanidad para Cataluña que me vendieron en la conselleria de Sanitat que, durante un tiempo, hizo de la sanidad catalana la más puntera del sur de Europa.

Casi treinta años de práctica profesional en Cataluña y en catalán, haber escrito un centenar de artículos y un par de libros en catalán, cierran este preámbulo para intentar evidenciar que mi compromiso con la lengua y cultura catalanas desde hace casi toda la vida.

Pero, y al mismo tiempo, sin renunciar ni un miligramo a mi propia realidad española. He vivido lo suficiente fuera de España como para haber tenido que identificarme como español muchas veces. Y, en España, he vivido en Castilla-León, Extremadura, el País Vasco, Baleares y Cataluña varios años, además de haber viajado por prácticamente cada rincón. No me pierdo por las calles en Madrid, ni en Zaragoza, ni en Cádiz. Se dónde ir a comer en La Coruña, en Burgos, en Murcia y en Santander. Con el título de bachiller por Salamanca, me ha dado tiempo para pasar estancias de estudio en la Rábida y en Mahón. Y he dado clases o conferencias en Pamplona, San Sebastián, Vizcaya, Cantabria, Santander, Asturias, Santiago, Valladolid, Zaragoza, Soria, Castellón, Cáceres, Ciudad Real, Valencia, Alicante, Badajoz, Múrcia, Sevilla y Granada. Y hablado con la gente de todos esos sitios y más.

Sin embargo la realidad más reciente lleva a replantearse los compromisos. Lo que ahora está pasando en Cataluña viene ya de lejos. Haría falta ser del todo insensible para no darse cuenta que en los años que van desde las olimpiadas (1992) la realidad de la vida y su progreso en Cataluña se ha ido viendo gradualmente dificultada por una desproporción entre lo que aquí se hacía y lo que debería pasar. Entre lo que aquí se trabajaba—y por tanto se contribuía de impuestos—y el retorno en inversiones públicas que dependiesen del gobierno del estado. Entre lo que en Cataluña se avanzaba en ámbitos como la enseñanza o la sanidad y lo que a ese progreso se oponían las decisiones de los sucesivos gobiernos.

Cierto es que los sucesivos gobiernos de la derecha en España han legislado—por cierto con la connivencia de la derecha catalana—en contra de la gente. Pero no menos cierto que, además, en contra o en detrimento de Cataluña. Las políticas de obras públicas, de acceso a becas, de asistencia social se han sucedido con una total ignorancia y desprecio a la realidad de esta esquina de la península que, se quiera o no, es distinta. O en cualquier caso más cara.

No hacía falta que los economistas explicaran el déficit fiscal o la pérdida de ordinalidad, eso que ha sido que Cataluña haya pasado de ser la segunda o la tercera comunidad en recursos o riqueza, a la octava o la décima. Los que trabajábamos en la función pública, como es la sanidad, ya hace tiempo que lo veníamos notando. Que mis colegas en el País Vasco, con el mismo puesto de trabajo y compromiso que yo, ganasen 1500 euros más al mes no tenía más explicación que allí los salarios de los médicos colgaban de unos mayores y mejores recursos, obtenidos por el llamado concierto vasco.

Y luego han venido los oprobios y los desprecios. El intento de modificar el estatuto en el 2006 topó con una hostilidad inusitada por parte de los poderes del estado.
Aunque fuese evidentemente irritante, a mi no me sorprendió demasiado. Conozco muy bien “los poderes del estado”, eso que más o menos injustamente se llama “Madrí”. Es el conjunto de altos funcionarios y directivos de instituciones centrales y centralizadas que no han dejado de manipular los destinos de España desde el siglo XIX. Pertenecen a una clase, a una casta de relaciones personales y familiares que se mantiene por encima y alejada de las realidades de la gente. He trabajado con ellos y para ellos, me he paseado por sus despachos, he estado en sus reuniones y conciliábulos y he leído sus escritos y disposiciones. Viven para ellos y desprecian la periferia o se ríen de ella, subsumiéndola en ese humor regional que tanta gracia les hace. Siguen contando chistes de gallegos, de andaluces o de vascos, ridiculizando idiosincrasias o dejes locales.
Son los dueños del cortijo y les da lo mismo que gobiernen los sociatas o el PP, aunque y por razones obvias, les vaya mejor con los peperos.

Yo no aguanto el Tribunal de Cuentas, en el que la plana mayor son todos primos o cuñados, el Consejo de Estado, momias del pasado, la Abogacía del Estado, leguleyos atrincherados en una oposición que hicieron hace veinte años. La Confederación Hidrográfica de Ebro, El Consejo General de Notarías y Registros, el Centro Nacional de Inteligencia, el Instituto Cervantes, el Consejo General del Poder Judicial, la Federación Española de Fútbol, el Archivo de la Guerra civil de Salamanca, el Real Patronato del museo del Prado, son sólo unas cuantas de las instituciones de las que querría ser independiente. Además de la Guardia civil, el Cuerpo de Inspectores del Timbre, AENA, la Casa Real, la Conferencia Episcopal, Tele5, Florentino Pérez y la trama Gurtel: todo eso confabula contra los catalanes...y una buena parte de los españoles.

Muy probablemente la crisis económica o, mejor dicho, la crisis financiera y la rotura de la burbuja inmobiliaria con su secuela de deshaucios y bancarrotas, han precipitado eso que se anda llamando la “deriva independentista”. Lo cierto es que sin ver una posible salida coherente, los millones de ciudadanos que vienen llenando las calles y las carreteras estos últimos años en manifestaciones multitudinarias no se han vuelto todos locos ni están conducidos por un Artur Mas iluminado.
Ni nos hemos vuelto independentistas una tarde de estas después de ver un partido del Barça.

La suma de oprobios con una conciencia de nación, un recuerdo histórico que se quiera o no está ahí, una lengua y una cultura propias y la esperanza en una posibilidad de que se pueda crear un país nuevo nos lleva a dónde estamos hoy. Y las amenazas reactivas del poder y del gobierno, de que una Cataluña independiente quedaría fuera de la Unión Europea, de la ONU, de la NATo y hasta de la galaxia sólo hacen que estimular los sentimientos independentistas. Entre otras cosas porque, con toda probabilidad, todo ello no responde a evidencias conocidas.

Y en eso estamos.

Ya sabéis que toda mi participación en el independentismo tiene un cierto tono jocoso y festivo. Seguro que podéis haber pensado que viene a ser un divertimento ahora que me sobra tiempo y me falta ocupación, Y hasta de que haya un cierto “revival” de juventud de la lucha antifranquista que provoca sonrisas de vuestra madre cuando me ve preparando “senyeres” y pancartas.
Pero esto va en serio. No sólo el Consell Assessor per la Transició Nacional y sus amplios informes (Libro blanco) sino un montón de gente inteligente, formal y seria, lleva tiempo trabajando para conformar los mimbres de un nuevo estado. Y yo me lo tomo en serio. He publicado un par de docenas de artículos—reproducidos en mi blog La percepción selectiva como esto—en la prensa local y desde hace un tiempo con la correspondiente reflexión.

O sea y en resumen, que sí, que este país va hacia su independencia del reino de España y muy probablemente no sólo porque sus habitantes lo quieran sino porque desde el estado lo empujan. Y si las cosas van por donde van, este 27 de septiembre vamos a dar un paso decisivo hacia un futuro mejor.



Dad.



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